sábado, 2 de julio de 2011

Mayra Montero

Creo pertinente incluir aquí algunas palabras de Mayra entorno a su reciente diagnóstico de cáncer.  Todas estas citas están tomadas de endi (El Nuevo Día interactivo).

"Alguna vez me daba una fiebrecilla vespertina. En enero pasado fue la última vez y creo que fue más alta. No estaba en Puerto Rico y celebraba la vigilia de la pascua ortodoxa en una iglesia rusa. Como hay que cubrirse la cabeza, tenía el pelo bajo el pañuelo, tal como estoy ahora. Fue algo premonitorio", recuerda Mayra.

"La gente muere de infartos y cualquiera te dice en la calle que sufrió un infarto. Pero con el cáncer es distinto, todavía se inscribe dentro de esas enfermedades supuestamente malditas -y que en el fondo encierra cierta culpa-, tales como el sida o la lepra", sostiene Mayra, mientras enfatiza que se niega rotundamente a hacer eso.
"Si tuviera sida lo gritaría a los cuatro vientos y si me da lepra también", resalta la escritora.

"Tengo un linfoma, que es algo que las tribus celtas llamaron ‘la medusa gris’. En la noche de los tiempos, iluminados supongo que por una hoguera, abrieron a un jefe que parece que había muerto de un linfoma y decidieron eso, que parecía una medusa catastrófica", describe novelescamente la escritora, como solo ella puede hacerlo. "Es una buena imagen", afirma, tras destacar que la reacción inicial fue miedo, confusión y angustia.

"En realidad, he pasado por todas las etapas que cuentan los libros acerca de las personas que se enteran que tienen una enfermedad difícil. La única etapa por la que no he pasado, y que me parece una imbecilidad absoluta, es esa de ¿por qué a mí? Eso no me lo he preguntado ni me lo me voy a preguntar en la vida. He leído que uno viene con el gen de la enfermedad, sobre todo cuando se trata del cáncer, que permanece ahí dormido hasta que aprovecha una situación determinada y se activa. Pues yo he pensado que qué horror que esto hubiera salido hace 30 o 35 años, cuando no había tantos adelantos y yo era una muchacha que me divertía. Es más tengo que agradecerle al gen que haya dormido durante tanto tiempo". Y continúa:

"El período de la quimio es extraño, como diría un personaje de Carpentier: lo insólito se instala en la cotidianidad. Yo recibo unas infusiones en casa, por 96 horas. Durante ese tiempo tengo que cargar con dos sueros, uno en un brazo y otro en otro. Esos sueros vienen empacados en unas bolsitas con unas pequeñas computadoras que indican lo que han bajado y que emiten unos sonidos, como una sutil respiración: pssss, psssss. Cuando estoy escribiendo, en el silencio de mi oficina, siento como si hubiera dos criaturas respirándome en la oreja, dos perezosos (me refiero al animalito, no al vago), a los que tengo que llevar a todas partes. A las 48 horas ya no aguanto, me dan ganas de gritar, de estrangular a los perezosos".

"Hace poco, cuando íbamos a cenar, que me senté a la mesa con mi marido, recuerdo que le dije: ‘Tengo muchas ganas de llorar, voy a llorar, voy a llorar...’. Y él me miró muy serio y me dijo: ‘Es que esta es la hora de comer, no es la hora de llorar’. Y yo pensé: que lógica aplastante. Era una observación casi bíblica: existe un tiempo para llorar y un tiempo para comer. Además me acordé de las monjas de mi primera infancia, que eran muy severas y me hubieran dicho algo así. De modo que me sorbí los mocos y seguí comiendo. Así es la vida".